Monday, September 2, 2013


Un día salimos mi hermano y yo de peregrinación, como tantas otras veces, a la búsqueda del portador de la Luz.
Nunca perdíamos la esperanza de encontrarlo, aunque no sabíamos cómo.
Nuestro maestro nos había dicho, simplemente:
"Cuando lo encontréis, lo sabréis. Y lo entenderéis".

Habíamos oído hablar de un gran maestro de largos cabellos blancos que vivía en un monte helado, muy muy alto, muy muy lejos, así que nos preparamos para el viaje.

Esta vez la aventura nos llevó a recorrer caminos brumosos y países exóticos, y tras largos días de travesía llegamos al castillo del maestro.
Nos recibió rápidamente, y ciertamente tenía un aire de gran sabio, dador de buenos consejos.

Nada más llegar y sin que le preguntáramos nada nos explicó todas sus teorías y su visión del universo, el mal del mundo y la gente que no comprende, lo bueno de estar lejos, muy lejos, alto, muy alto, porque la gente no entiende.
¡Ah qué alegría no estar entre ellos!
¡Ah se creen felices, pobres infelices!

Mi hermano y yo nos miramos: "El mal del vinagre"... también había alcanzado a este maestro.
¿Por qué afectaba a tantos maestros? habíamos viajado alrededor del mundo y parecía un mal que únicamente afectaba a los llamados "maestros"...

Le dimos las gracias, y antes de que empezara con una más de sus teorías nos preparamos para emprender de nuevo el camino.
Tampoco él era el portador de la Luz.

Cuando fuimos a la cuadra a recoger nuestros caballos, vimos cómo un hombre alto, muy alto, los peinaba con todo su cariño. ¡Se le veía tan feliz!
Nos acercamos a él, y le preguntamos su nombre.
Nos dijo que se llamaba Teo.

Teo nos contó que venía de un país lejano, más al norte, donde el frío lo helaba todo en invierno.
Vivía solo, y era un enamorado de los caballos. Cada día montaba su compañero e iba hasta el pueblo vecino, ¡y no era tarea fácil! porque el invierno, aunque no tan crudo como en su país, era frío, y para llegar al mercado a tiempo debía salir antes del amanecer.

Nos dijo con una sonrisa que la gente no entendía cómo podía vivir así, y siempre le preguntaban si no se sentía solo.
Nos confesó tímidamente que sí, que a veces se sentía solo, ¡así que le hacía mucha ilusión que viniera gente de visita!

Vivía en un gran y bello castillo... casi vacío.
Tenía muy pocas cosas, aunque las había colocado con tanto amor, con tanto afecto, que era como si llenaran el aire de toda la habitación: una guitarra allí, un juguete de cuando era niño, el sofá de su abuela...

Nos habló de todas estas cosas con una paz y alegría en su corazón, que sentimos como si se encendiera un pequeño fuego en nuestros corazones. Pero no un fuego arrasador o demasiado brillante, sino uno pequeñito, uno que calienta todo el cuerpo, uno perfecto para preparar un buen caldo en invierno...

En ese momento nos miramos mi hermano y yo, asombrados. ¡Lo habíamos encontrado!
Buscábamos a un maestro y ese había sido nuestro error.

 "Cuando lo encontréis, lo sabréis. Y lo entenderéis".
Volvimos a oír decir a nuestro viejo maestro.

Desde ese día decidimos seguir las "enseñanzas" de Teo, bueno, más bien decidimos vivir como lo hacía él: simplemente, sin distancias, sin barreras, sin enseñanzas, sonriendo, llorando, quitando hierro (y vinagre) a todo el asunto de la existencia... y manteniendo los pequeños fuegos en nuestros corazones, no para iluminar ni guiar ni nada de eso... sino para poder encender pequeños fuegos en otros corazones,
 ¡para que puedan calentarse y prepararse un buen caldo en invierno!

Maho Somekawa





0 comments:

Post a Comment